Los restos del desayuno acampan sobre el mantel. Ella ha tenido un apretón. Escucho cómo canta una de esas estúpidas canciones de la radio. Su voz ondea desde el cuarto de baño. Y tiene una voz preciosa. Yo juego al Angry Birds con su teléfono. En calzoncillos, tumbando la silla. Inclino la cabeza. Un reloj de arena (Rdo. de Santander) me observa. Su mirada ondea desde la estantería. La arena se desliza por su cintura. Minúsculas partículas de roja arena roja. La existencia se consume, grano a grano a grano. Y sólo vuelve a despertar cuando algún genio se encarga de darle la vuelta a todo. Pienso en ella. En lo guapa que está cuando no se seca el pelo. Cuando acudimos al límite de la inmensidad. Cuando la brisa del mar le ondula los mechones. Cuando se acerca en braguitas, desde el fondo del pasillo, y me roza el cuello con sus labios, y huele a sal, crema hidratante, y a la fusión de nuestros límpidos sudores sobre las sábanas. Recuerdos absurdos que ahora se clavan.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.