Tipos con toda la cara de un neandertal me observan desde detrás de sus cubatas de cuatro euros. Me analizan, dentro de sus posibilidades. Se preguntan qué hace una mujer como ella con un niñato como yo. Noto sus miradas clavándose en mi cogote.
Dos rapados se empujan para atraer la atención de las féminas de la falda de tubo y el flequillo recto. Siguen la táctica del macho cabrío.
No se ve una puta estrella. Las luces de esta pseudo-discoteca pueden provocar ataques de epilepsia en tiempo récord. Mientras tanto, unos gordos lanzan cubitos de hielo a los fiesteros. Diversión asegurada.
Me mata el estómago.
Ella se arrima demasiado. Percibe mis ganas de largarme. Intenta engatusarme. Lleva cinco copas. Su aliento dulzón me produce arcadas. Aprieta sus tetas, duras, perfectas, contra mi pecho. Aprieto los dientes para contener el vómito.
En una de las mesas está la prima de su madre y el hijo de esta. Un chavalín en silla de ruedas. Ella me susurra algo. Parálisis cerebral, creo. Lo observo fijamente. Él me devuelve la mirada, pensativo. Es la persona más decente en varios kilómetros a la redonda. Me gustaría saber qué piensa. Cómo puede abstraerse de este sinsentido. Ahora, su mente está muy lejos de aquí. La mía también, pero sólo en el tiempo. La invaden imaginaciones, no recuerdos. Pero joden igual. Aguanto aquí por ella, mientras imagino cómo se la follaban borracha en el callejón de los meados. O detrás de un coche. O en la pista de frontón.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.