Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.
Cantaba, cantaba mientras echaba un poquito de agua en el tapón, con muchísima delicadeza; y luego vertía el líquido junto a los tallos de las flores, del tamaño de su dedo meñique.
Sin mirarnos. Nos agarramos las manos. Reafirmando nuestro pacto. Alejandra. La niña que ahora sé que nunca tendremos. Pero que, por aquel entonces, era mi más radiante esperanza.
Estamos sentados en un agrietado banco de la Plaza de Oriente. Bebemos litros y comemos papas sin sal. Pasamos frío. Hablamos de cine, de mujeres, del futuro.
Al sexto cubata solía fantasear con: Cambiar su jotabé-cola por un acá-cuarentaysiete. Entrar en la pista central. Abrirse paso entre la multitud. - Entre los cavernícolas que se empujan como ciervos. - Entre las féminas de largas piernas y labios rojos.
Pongo el índice sobre el detector. Pita. Se lo piensa. Pita de nuevo. 'Acceso correcto'. Soy el número treinta y cuatro. Entro en la habitación. En su interior, quince personas a las que únicamente conozco de vista. Teclean, se aburren.
Eres demasiado joven para encadenarte. Demasiado egoísta, demasiado infantil. Piensas en lo tuyo pero no lo agarras. No lo trabajas tanto como deberías.
Ella dijo que eres lo más importante del mundo. Todos lo somos.
l curro. Las piernas me duelen cosa mala. No paran de moverse. El difusor de agua es un cabrón. Te la sirve a grado y medio. Y seguro que está envenenada. O algo peor. La subnormal de la cara taladrada me regaña.