Es un surco de verdura donde canta un río prendiendo entre risas jirones de plata por las yerbas; donde el sol alumbra desde la altiva montaña: es una vaguada que hierve de fulgor.
Un soldado joven, cabeza desnuda, boca abierta y la nuca encharcada entre el fresco berro azul, duerme; está tendido sobre la yerba, bajo el cielo, pálido en su lecho verde donde llueve la luz.
Duerme con los pies entre gladiolos. Sonriendo como haría un niño enfermo, sueña: ¡mécelo con amor Naturaleza, que tiene frío!
Los aromas ya no estremecen sus sentidos, duerme tranquilo al sol, con una mano sobre el pecho. Dos hoyos rojos se abren en su costado.
En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno!
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados de verde, dedos romos crispados sobre el fémur, con la mollera llena de rencores difusos como las floraciones leprosas de los muros;