Lejos de rebaños, pájaros, aldeanas, bebía en cuclillas al lado del brezo, rodeado de tiernos bosques de avellano en la verde niebla tibia de una tarde.
¿Qué podía beber junto al joven Oise, césped ralo, olmos mudos, encapotados cielos, qué legado obtener de aquella calabaza? Cierto licor dorado, sudorífero y soso.
Yo hubiera sido, así, mal nombre de posada. La tormenta, después, fue transformando el cielo, mostrando países negros y lagunas y percas, estaciones, columnas bajo la noche azul.
El agua de los bosques se perdía en las arenas, el viento, desde el cielo, congelaba los charcos... Pescador de oro y conchas ¿de qué modo tendría, ni un sólo instante, urgencia de beber?
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno!
En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados de verde, dedos romos crispados sobre el fémur, con la mollera llena de rencores difusos como las floraciones leprosas de los muros;