Como un ángel sentado en manos de un barbero, vivo, alzando la jarra de profundos gallones, combados hipogastrio y cuello, con mi pipa, bajo un henchido viento de leves veladuras.
Como excrementos cálidos de viejos palomares mil Sueños me producen suaves quemazones
y mi corazón, triste, se parece a la albura que ensangrientan los oros ocres que el árbol llora.
Después, tras engullirme mis Sueños con cuidado, me vuelvo y, tras beberme treinta o cuarenta jarras, me concentro, soltando mis premuras acérrimas:
manso como el Señor del cedro y del hisopo meo hacia el pardo cielo, alto, alto, tan lejos... con el consentimiento de los heliotropos.
En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno!
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados de verde, dedos romos crispados sobre el fémur, con la mollera llena de rencores difusos como las floraciones leprosas de los muros;