En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Mientras comía, oí el reloj ––feliz, quedo… La cocina se abrió, inmensa bocanada, ––y la criada entró; y no sé bien por qué llevaba el chal abierto y un peinado travieso.
Y mientras recorría con su dedo azorado su cara, un terciopelo, durazno blanco y rosa, haciendo un gesto ingenuo con su labio de niña,
colocaba los platos, junto a mí, serenándome. Y luego, distraída, para ganarse un beso, bajito: «toca, toca: me s’ha enfriao la cara…»
En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno!
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados de verde, dedos romos crispados sobre el fémur, con la mollera llena de rencores difusos como las floraciones leprosas de los muros;