Como de un ataúd verde, en hoja de lata, con pelo engominado, moreno, y con carencias muy mal disimuladas, de una añosa bañera emerge, lento y burdo, un rostro de mujer.
El cuello sigue luego, craso y gris, y los hombros huesudos, una espalda que duda en su salida y, después, los riñones quieren alzar el vuelo: bajo la piel, el sebo, a capas, como hojaldre.
El espinazo, rojo, y el conjunto presentan un regusto espantoso, y se observa ante todo detalles que es preciso analizar con lupa.
El lomo luce dos palabras: CLARA VENUS. Un cuerpo que se agita y ofrece su montura hermosa, con su úlcera, tenebrosa, en el ano.
En el comedor pardo, que perfumaba una mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto, me hice con un plato de no sé qué guisado belga, y me arrellané en una enorme silla.
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno!
Costrosos, negros, flacos, con los ojos cercados de verde, dedos romos crispados sobre el fémur, con la mollera llena de rencores difusos como las floraciones leprosas de los muros;