Amor mío, mi amor, amor hallado de pronto en la ostra de la muerte. Quiero comer contigo, estar, amar contigo, quiero tocarte, verte.
Me lo digo, lo dicen en mi cuerpo los hilos de mi sangre acostumbrada, lo dice este dolor y mis zapatos y mi boca y mi almohada.
Te quiero, amor, amor absurdamente, tontamente, perdido, iluminado, soñando rosas e inventando estrellas y diciéndote adiós yendo a tu lado.
Te quiero desde el poste de la esquina, desde la alfombra de ese cuarto a solas, en las sábanas tibias de tu cuerpo donde se duerme un agua de amapolas.
Cabellera del aire desvelado, río de noche, platanar oscuro, colmena ciega, amor desenterrado,
voy a seguir tus pasos hacia arriba, de tus pies a tu muslo y tu costado.
Dice Rubén que quiere la eternidad, que pelea por esa memoria de los hombres para un siglo, o dos, o veinte. Y yo pienso que esa eternidad no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra existencia.
Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado, hueco como un tambor al que golpea la vida, sin nadie pero solo, respondiendo las mismas palabras para las mismas cosas siempre, muriendo absurdamente, llorando como niña, asqueado.
El mediodía en la calle, atropellando ángeles, violento, desgarbado; gentes envenenadas lentamente por el trabajo, el aire, los motores; árboles empeñados en recoger su sombra, ríos domesticados, panteones y jardines transmitiendo programas musicales.
Los días inútiles son como una costra de mugre sobre el alma. Hay una asfixia lenta que sonríe, que olvida, que se calla. ¿Quién me pone estos sapos en el pecho cuando no digo nada? Hay un idiota como yo andando, platicando con gentes y fantasmas,