El mediodía en la calle, atropellando ángeles, violento, desgarbado; gentes envenenadas lentamente por el trabajo, el aire, los motores; árboles empeñados en recoger su sombra, ríos domesticados, panteones y jardines transmitiendo programas musicales. ¿Cuál hormiga soy yo de estas que piso? ¿qué palabras en vuelo me levantan? «Lo mejor de la escuela es el recreo», dice Judit, y pienso: ¿cuándo la vida me dará un recreo? ¡Carajo! Estoy cansado. Necesito morirme siquiera una semana.
Dice Rubén que quiere la eternidad, que pelea por esa memoria de los hombres para un siglo, o dos, o veinte. Y yo pienso que esa eternidad no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra existencia.
Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado, hueco como un tambor al que golpea la vida, sin nadie pero solo, respondiendo las mismas palabras para las mismas cosas siempre, muriendo absurdamente, llorando como niña, asqueado.
El mediodía en la calle, atropellando ángeles, violento, desgarbado; gentes envenenadas lentamente por el trabajo, el aire, los motores; árboles empeñados en recoger su sombra, ríos domesticados, panteones y jardines transmitiendo programas musicales.
Los días inútiles son como una costra de mugre sobre el alma. Hay una asfixia lenta que sonríe, que olvida, que se calla. ¿Quién me pone estos sapos en el pecho cuando no digo nada? Hay un idiota como yo andando, platicando con gentes y fantasmas,