Entonces se enviaban suspiros en las rosas, besos-palomas de balcón a balcón. Pero la sucia noche revolvía alfileres, sábanas, rezos, cruces, luto de amor.
Caras agrias, en sombra, el deseo encendió. (Cuántos hijos tirados en paredes, pañuelos, muslos, manos, por Dios!)
muro de agua, la angustia, se levantó. Humo rojo en mis venas. Transfigurado cielo. De polvo a polvo soy.
Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta con tus setenta años de virgen definitiva, tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.
Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado, hueco como un tambor al que golpea la vida, sin nadie pero solo, respondiendo las mismas palabras para las mismas cosas siempre, muriendo absurdamente, llorando como niña, asqueado.
El mediodía en la calle, atropellando ángeles, violento, desgarbado; gentes envenenadas lentamente por el trabajo, el aire, los motores; árboles empeñados en recoger su sombra, ríos domesticados, panteones y jardines transmitiendo programas musicales.
Los días inútiles son como una costra de mugre sobre el alma. Hay una asfixia lenta que sonríe, que olvida, que se calla. ¿Quién me pone estos sapos en el pecho cuando no digo nada? Hay un idiota como yo andando, platicando con gentes y fantasmas,