Lento, amargo animal que soy, que he sido, amargo desde el nudo de polvo y agua y viento que en la primera generación del hombre pedía a Dios.
Amargo como esos minerales amargos que en las noches de exacta soledad —maldita y arruinada soledad sin uno mismo— trepan a la garganta y, costras de silencio, asfixian, matan, resucitan.
Amargo como esa voz amarga prenatal, presubstancial, que dijo nuestra palabra, que anduvo nuestro camino, que murió nuestra muerte, y que en todo momento descubrimos.
Amargo desde dentro, desde lo que no soy, —mi piel como mi lengua— desde el primer viviente, anuncio y profecía.
Lento desde hace siglos, remoto —nada hay detrás—, lejano, lejos, desconocido.
Dice Rubén que quiere la eternidad, que pelea por esa memoria de los hombres para un siglo, o dos, o veinte. Y yo pienso que esa eternidad no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra existencia.
Roto, casi ciego, rabioso, aniquilado, hueco como un tambor al que golpea la vida, sin nadie pero solo, respondiendo las mismas palabras para las mismas cosas siempre, muriendo absurdamente, llorando como niña, asqueado.
El mediodía en la calle, atropellando ángeles, violento, desgarbado; gentes envenenadas lentamente por el trabajo, el aire, los motores; árboles empeñados en recoger su sombra, ríos domesticados, panteones y jardines transmitiendo programas musicales.
Los días inútiles son como una costra de mugre sobre el alma. Hay una asfixia lenta que sonríe, que olvida, que se calla. ¿Quién me pone estos sapos en el pecho cuando no digo nada? Hay un idiota como yo andando, platicando con gentes y fantasmas,