Pequeña del amor, tú no lo sabes, tú no puedes saberlo todavía, no me conmueve tu voz ni el ángel de tu boca fría, ni tus reacciones de sándalo en que perfumas y expiras, ni tu mirada de virgen crucificada y ardida.
No me conmueve tu angustia tan bien dicha, ni tu sollozar callado y sin salida.
No me conmueven tus gestos de melancolía, ni tu anhelar, ni tu espera, ni la herida de que me hablas afligida.
Me conmueves toda tú representando tu vida con esa pasión tan torpe y tan limpia, como el que quiere matarse para contar: soy suicida.
Hoja que apenas se mueve ya se siente desprendida: voy a seguirte queriendo todo el día.
Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta con tus setenta años de virgen definitiva, tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.
Dice Rubén que quiere la eternidad, que pelea por esa memoria de los hombres para un siglo, o dos, o veinte. Y yo pienso que esa eternidad no es más que una prolongación, menguada y pobre, de nuestra existencia.
Los días inútiles son como una costra de mugre sobre el alma. Hay una asfixia lenta que sonríe, que olvida, que se calla. ¿Quién me pone estos sapos en el pecho cuando no digo nada? Hay un idiota como yo andando, platicando con gentes y fantasmas,