Oh dulce niña pálida, que como un montón de oro de tu inocencia cándida conservas el tesoro; a quien los más audaces, en locos devaneos, jamás se han acercado con carnales deseos; tú, que adivinar dejas inocencias extrañas en tus ojos velados por sedosas pestañas, y en cuyos dulces labios -abiertos sólo al rezo- jamás se habrá posado ni la sombra de un beso... Dime quedo, en secreto, al oído, muy paso, con esa voz que tiene suavidades de raso: si entrevieras dormida a aquel con quien tú sueñas, tras las horas de baile rápidas y risueñas, y sintieras sus labios anidarse en tu boca y recorrer tu cuerpo, y en tu lascivia loca besar tus pliegues de tibio aroma llenos y las rígidas puntas rosadas de tus senos; si en los locos, ardientes y profundos abrazos agonizar soñar de placer en sus brazos, por aquel de quien eres todas las alegrías, ¡Oh dulce niña pálida!, di, ¿te resistirías?
Las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, y a veces a los hombres, cuando inquietos las miran y las palpan, con extrañas