Madre... no me riñas, que ya nunca vuelvo a ser malo... No me riñas, madre... que ya no vuelvo a llenarme de barro. Madre... no me riñas, que ya no vuelvo a manchar mi vestido blanco.
Madre... cógeme en tus brazos... acaríciame, ponme en tu regazo... Anda... Madre mía, que ya nunca vuelvo a ser malo.
Así... Y arrúllame y cántame... y bésame... duérmeme... apriétame en tu pecho con la dulce caricia de tus manos... anda... madre mía que ya no vuelvo a llenarme de barro.
Madre... ¿verdad que si ya no soy malo me vas a comprar un caballo blanco y muy grande, como el de Santiago, y con alas de pluma, un caballo que corra y que vuele y me lleve muy lejos... muy alto... muy alto...
donde nunca pueda mancharme de barro mi vestido nuevo, mi vestido blanco?...
¡Oh, sí madre mía... cómprame un caballo grande como el de Santiago y con alas de pluma... un caballo blanco que corra y que vuele y me lleve muy lejos... muy alto... muy alto... que yo no quiero otra vez en la tierra volver a mancharme de barro!
Tu estabas dormida como el agua que duerme en la alberca... y yo llegué a ti como llega hasta el agua que duerme la piedra. Turbé tu remanso y en ondas de amor te quebraste como en ondas el agua que duerme se quiebra cuando llega
Aquí estoy... En este mundo todavía... Viejo y cansado... Esperando a que me llamen... Muchas veces he querido escaparme por la puerta maldita y condenada y siempre un ángel invisible me ha tocado en el hombro y me ha dicho severo: