Soñábamos algunos cuando niños, caídos en una vasta hora de ocio solitario bajo la lámpara, ante las estampas de un libro, con la revolución. Y vimos su ala fúlgida plegar como una mies los cuerpos poderosos.
Jóvenes luego, el sueño quedó lejos de un mundo donde desorden e injusticia, hinchendo oscuramente las ávidas ciudades, se alzaban hasta el aire absorto de los campos. Y en la revolución pensábamos: un mar cuya ira azul tragase tanta fría miseria.
El hombre es una nube de la que el sueño es viento. ¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño? Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana en la calma este soplo de muerte que nos lleva pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre.
Un continente de mercaderes y de histriones, al acecho de este loco país, está esperando que vencido se hunda, solo ante su destino, para arrancar jirones de su esplendor antiguo. Le alienta únicamente su propia gran historia dolorida.
Si con dolor el alma se ha templado, es invencible; pero, como el amor, debe el dolor ser mudo: no lo digáis, sufridlo en esperanza. Así este pueblo iluso agonizará antes, presa ya de la muerte, y vedle luego abierto, rosa eterna en los mares.
¿Volver? Vuelva el que tenga, tras largos años, tras un largo viaje, cansancio del camino y la codicia de su tierra, su casa, sus amigos, del amor que al regreso fiel le espere.