En los pinares de Júcar vi bailar unas serranas, al son del agua en las piedras y al son del viento en las ramas. No es blanco coro de ninfas de las que aposentan el agua o las que venera el bosque, seguidoras de Dïana: serranas eran de Cuenca, honor de aquella montaña, cuyo pie besan dos ríos por besar de ellas las plantas. Alegres corros tejían, dándose las manos blancas de amistad, quizá temiendo no la truequen las mudanzas. ¡Qué bien bailan las serranas! ¡Qué bien bailan! el cabello en crespos nudos luz da al Sol, oro a la Arabia, cuál de flores impedido, cuál de cordones de plata. Del color visten del cielo, si no son de la esperanza, palmillas que menosprecian al zafiro y la esmeralda. El pie (cuando lo permite la brújula de la falda) lazos calza, y mirar deja pedazos de nieve y nácar. Ellas, cuyo movimiento honestamente levanta el cristal de la columna sobre la pequeña basa. ¡Qué bien bailan las serranas! ¡Qué bien bailan! una entre los blancos dedos hiriendo negras pizarras, instrumento de marfil que las musas le invidiaran, las aves enmudeció, y enfrenó el curso del agua; no se movieron las hojas, por no impedir lo que canta:
Serranas de Cuenca iban al pinar, unas por piñones, otras por bailar. Bailando y partiendo las serranas bellas, un piñón con otro, si ya no es con perlas, de Amor las saetas huelgan de trocar, unas por piñones, otras por bailar. Entre rama y rama, cuando el ciego dios pide al Sol los ojos por verlas mejor, los ojos del Sol las veréis pisar. Unas por piñones, otras por bailar.