De un sol que brilla y no arde la última lumbre serena... Una campana que suena en el palor de la tarde... De una ovejuela cobarde el anheloso balar... Y una moza del lugar que oye charlar a la fuente, con el pensamiento ausente y el cántaro sin llenar.
La noche viene pausada las mismas sendas borrando por donde va dilatando su fresca sombra callada... La campiña y la enramada los marjales y el vergel cubre ya el negro mantel que solo el alba les quita... ¡La noche viene, mocita! ¡La noche viene... y no él!
Torna la niña al aldea... La fuente sigue charlando y la muchacha escuchando su corazón que golpea... En la plaza cuchichea al verla pasar, la gente. Y ella cruza indiferente, sonámbula muda y grave... Pero ahora la moza sabe lo que decía la fuente.
¡Qué bonita es la princesa! ¡qué traviesa! ¡qué bonita la princesa pequeñita de los cuadros de Watteau! Yo la miro, ¡yo la admiro, yo la adoro! Si suspira, yo suspiro; si ella llora, también lloro; si ella ríe, río yo.
El médico me manda no escribir más. Renuncio, pues, a ser un Verlaine, un Musset, un D’ Annunzio —¡no que no!—, por la paz de un reposo perfecto, contento de haber sido el vate predilecto de algunas damas y de no pocos galanes,