Tras unos meses agotadores en Buenos Aires y con la excusa de algunos compromisos con sus editores europeos, Adolfo Bioy Casares emprendió en 1967 un viaje en solitario por Europa. Al volante de un Peugeot alquilado y utilizando como base de operaciones unas veces París y otras Londres, Bioy recorre Francia, Gran Bretaña, Suiza, Alemania, Austria, Italia e incluso Andorra. En realidad, todo ser humano siente en algún momento de su vida la necesidad de emprender un viaje que quizás, en el fondo, no le lleve sino al encuentro de sí mismo. Pero no todos disfrutarán, además, del infinito placer de recrear sus vagabundeos en una continuada correspondencia con una escritora como Silvina Ocampo, su mujer, y con su hija Marta. Impresiones y vivencias que ahora Bioy ha querido que compartan también sus lectores. El Bioy viajero descubre cómo en su periplo recupera la salud y el ánimo y, al tiempo, con esa vitalidad recobrada, nos descubre a nosotros una manera de viajar ya perdida, al simple ritmo del deseo o del antojo, regodeándose en la lentitud y la sensualidad, degustando con paladar de gourmet los menús de cada lugar, comentando películas, canciones, deteniéndose aquí y allá para leer y aprovechando su estancia en los mejores hoteles (que no siempre resultan ser los más cómodos) para escribir, ya que por entonces esboza el argumento de Diario de la guerra del cerdo. De esta suerte de, cuaderno de bitácora que configuran las cartas surge no sólo un Bioy desconocido y doméstico, espontáneo en sus opiniones, sino un viajero sosegado y atento que con ironía y concisión retrata ambientes y personajes, conocidos o anónimos, y cuyas sutiles crónicas nos confirman al magnífico narrador de anécdotas y nos devuelven al sabroso observador y anotador que tanto nos deleitó en De jardines ajenos (Marginales 154).