Bien sea en la orilla del río que baja de la cordillera golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos, en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren en un estruendo que se confunde con el de las aguas; allí, bajo la plancha de cemento, con sus telarañas y sus grietas donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos; allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras; allí bien pudiera ser. O tal vez en un cuarto de hotel, en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado, los comerciantes en mieles, los tostadores de café. A la hora de mayor bullicio en las calles, cuando se encienden las primeras luces y se abren los burdeles y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos, el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar; a esa hora convendría la cita y tampoco habría esta vez incómodos testigos, ni gentes de nuestro trato, ni nada distinto de lo que antes te dije: una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato y su cama manchada por la cópula urbana de los ahítos hacendados. O quizá en el hangar abandonado en la selva, a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el correo. Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento bajo la estructura de vigas metálicas invadidas por el óxido y teñidas por un polen color naranja. Afuera, el lento desorden de la selva, su espeso aliento recorrido de pronto por la gritería de los monos y las bandadas de aves grasientas y rijosas. Adentro, un aire suave poblado de líquenes listado por el tañido de las láminas. También allí la soledad necesaria, el indispensable desamparo, el acre albedrío. Otros lugares habría y muy diversas circunstancias; pero al cabo es en nosotros donde sucede el encuentro y de nada sirve prepararlo ni esperarlo. La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.
Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada, una densa marca nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada,
Cala tu miseria, sondéala, conoce sus más escondidas cavernas. Aceita los engranajes de tu miseria, ponla en tu camino, ábrete paso con ella y en cada puerta golpea con los blancos cartílagos de tu miseria. Compárala con la de otras gentes