Pienso a veces que ha llegado la hora de callar. Dejar a un lado las palabras, las pobres palabras usadas hasta sus últimas cuerdas, vejadas una y otra vez hasta haber perdido el más leve signo de su original intención de nombrar las cosas, los seres, los paisajes, los ríos y las efímeras pasiones de los hombres montados en sus corceles que atavió la vanidad antes de recibir la escueta, la irrebatible lección de la tumba.
Siempre los mismos, gastando las palabras hasta no poder, siquiera, orar con ellas, ni exhibir sus deseos en la parca extensión de sus sueños, sus mendicantes sueños, más propicios a la piedad y al olvido que al vano estertor de la memoria.
Las palabras, en fin, cayendo al pozo sin fondo donde van a buscarlas los infatuados tribunos ávidos de un poder hecho de sombra y desventura.
Inmerso en el silencio, sumergido en sus aguas tranquilas de acequia que detiene su curso y se entrega al inmóvil sosiego de las lianas, al imperceptible palpitar de las raíces; en el silencio, ya lo dijo Rimbaud, ha de morar el poema, el único posible ya, labrado en los abismos en donde todo lo nombrado perdió hace mucho tiempo la menos ocasión de subsistir, de instaurar su estéril mentira tejida en la rala trama de las palabras que giran sin sosiego en el vacío donde van a perderse las necias tareas de los hombres. Pienso a veces que ha llegado la hora de callar, pero el silencio sería entonces un premio desmedido, una gracia inefable que no creo haber ganado todavía.
Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada, una densa marca nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada,
Cala tu miseria, sondéala, conoce sus más escondidas cavernas. Aceita los engranajes de tu miseria, ponla en tu camino, ábrete paso con ella y en cada puerta golpea con los blancos cartílagos de tu miseria. Compárala con la de otras gentes