Frente a mí, un níveo maniquí femenino. Peluca encarnada y vagina de látex. Quiere absorber mi semen. Nutrirse de mi semilla. Inflar sus tejidos y aportarles la vitalidad de mi esperma.
Sus dedos se han fusionado. Estilo pinza crustácea. Así palpa mi rostro. Ni siquiera está caliente. (Está del tiempo).
Me persigue escaleras mecánicas arriba, escaleras mecánicas abajo.
Los probadores no son un buen escondite. Retiro la cortina y me topo con otra violación. La víctima es un anciano consumido. A juzgar por la expresión de su rostro, desde hace mil años. Aprox. Su maniquí luce un sombrero granate con una florecilla salpicada de purpurina. En el habitáculo contiguo, un quinceañero se masturba compulsivamente. Sin perder detalle.
Sigo corriendo. Ropa de marca. Autómatas con las uñas pintadas. Matrices artificiales, pero sedientas. Bufandas de ochenta pavos. Lencería de encaje. Las vaginas de látex siguen apareciendo por todos los putos recovecos del centro comercial. Los maniquíes macho leen la prensa deportiva de hace una semana o miran los televisores en la sección de tecnología.
La tengo exageradamente dura. La entrepierna alberga la práctica totalidad de mis fluidos. Los focos parpadean. Los tobillos chirrían. No puedo seguir corriendo. Me arrodillo. Imploro. Rezo una oración que jamás he conocido. No puedo seguir f@llando.
Tengo poca sangre y, cuando me empalmo, me desvanezco.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.