A veces, estando solo en mi habitación, lloro de angustia. Procuro no hacer ruido, por lo que, generalmente, me cuesta respirar. Escribir no consigue aliviar este miedo a perder a los míos. Vivo atenazado por el temor de que cada instante compartido sea el último. Las religiones están muy bien para los que saben controlar sus pensamientos. Por eso quedo excluido.
Mis progenitores ven la tele en el salón. Puedo escuchar el sonido directo. Mi madre, tumbada en el sofá, y mi padre, sentado bajo sus piernas. Le masajea los dedos de los pies.
Me gustaría tirar a la mierda esta libreta, salir de mi cuarto y abrazarlos.
Disfrutarlos un poco más antes de que se vayan para siempre. Pero me quedo aquí sentado, dejando resbalar gotas por mi puta cara de cobarde. Inspiro hondo. Controlo el ritmo pulmonar. La hiperventilación acelera la oxidación de nuestro organismo.
No hay por qué preocuparse: dentro de unos pocos miles de años no quedará ni rastro de la tan cacareada Humanidad. Lo único que debe de valer la pena es atravesar el Universo, o ser absorbido por un agujero negro. O tener huevos para abrazar a tus padres y decirles que los quieres. Todos los días durante el resto de tu vida.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.