El jefe jefazo tiene cara de mala hostia. Lleva el pelo de oreja a oreja, como lamido por un choto. Camisa azul, por dentro del pantalón, como sujeción para su barriga colgandera. Es aficionado a las broncas, a los improperios, a ver despegar de sus labios múltiples proyectiles salivosos. ¡Qué vigor! ¡Qué poderío! ¡Qué derroche! Forma orgullosa parte del Opus Dei. Sale de su despacho, todas las mañanas, para asistir a misa. O irse de putas, que las malas lenguas, ya se sabe. Aunque en su periódico, ni una tía ligera de ropa. > La ley no escrita, la decencia, el no-morbo. Eso sí, los niños masacrados por bombas sirias o americanas siempre tendrán cabida en nuestro sitio web. > Las visitas, las visitas, las visitas. Cosas de la comunicación de masas.
El jefe jefazo es un visionario, un auténtico emprendedor, un orgullo para la clase periodística de nuestro (vuestro) país. No entiendo por qué el noventa y cinco por ciento de sus empleados disfrutaría golpeándolo hasta la muerte.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.