Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.
Ella ni le mira, mientras cacarea nimiedades en un tono más alto del estrictamente necesario. Ayer se pintó las uñas de los pies de color azul turquesa. Giro el cuello disimuladamente para comprobarlo.
El chico vuelve a la carga. Su reserva de amor es inagotable. Como la de una puta babosa gigante. (Chuic chuic chuic).
Me repugnan esos ruiditos. Siento arcadas. Igual les vomito encima. Como John Doe.
El dolor de tripa. Las mismas trabas a la hora de narrar. Todo le suena pretencioso, envasado, artificial. Debe recuperar la furia de días pasados. Entonces, las historias brotaban como pus. Removían mentalidades. Eso es lo que trata de hacer.
l curro. Las piernas me duelen cosa mala. No paran de moverse. El difusor de agua es un cabrón. Te la sirve a grado y medio. Y seguro que está envenenada. O algo peor. La subnormal de la cara taladrada me regaña.
La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina.