Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.
Ella ni le mira, mientras cacarea nimiedades en un tono más alto del estrictamente necesario. Ayer se pintó las uñas de los pies de color azul turquesa. Giro el cuello disimuladamente para comprobarlo.
El chico vuelve a la carga. Su reserva de amor es inagotable. Como la de una puta babosa gigante. (Chuic chuic chuic).
Me repugnan esos ruiditos. Siento arcadas. Igual les vomito encima. Como John Doe.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.