La persiana llega a un palmo del suelo. Las difusas luces del crepúsculo impactan contra su superficie. Pocas la superan.
En el centro del salón hay una mesa vieja. Y, sobre ella, danza un niño.
Cuchillos panza arriba reposan en el mantel. Los tiernos piececitos bailotean entre filos y sierras. Un dardo dorado atraviesa la estancia y se refleja en una hoja. Chispea desafiante.
La madre del pequeño duerme la mona tirada en el sofá. Su cara burbujea en el charco de vómitos que im pregna el basto tejido.
(Para la población de ácaros de la zona: un tsunami apocalíptico). Hay una papelina arrugada en su mano derecha. Sólo contenía escayola y laxante.
Los pies del infante siguen bocetando coreografías mágicas sobre el mantel plastificado. Aparte de los cuchillos: migas, platos sucios, fruta pasada y una botella de vino de 84 céntimos.
Los ronquidos, cada vez más veloces. La luz, cada vez más escasa. El baile, cada vez más frenético.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.