«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas. Y dentro del lavamanos.
De madrugada, la playa se convirtió en un picadero. Un chaval vomitó junto a una pareja que derramaba sus fluidos al unísono. Lo que allí se amaba era el delirio. Oh, yo estaba embelesado por aquel grandioso espectáculo. Mi voz tiembla al recordarlo.
Con la aurora salieron los graciosos del megáfono para despertar al personal. Uno de mis colegas se había abierto la cabeza (seis puntos) y no conseguía recordar cómo. Masticaba un dürüm, y por sus barbas goteaban salsa, llanto y babas. Dos colgados se tiraron al río con una colchoneta, cuando pasaban las piraguas. La policía los insultó, collejeó y detuvo, en ese orden. Llovía y llovía. ¡Fue maravilloso!.»
D. tiene los brazos en alto. Declama extasiado, con las palmas hacia el cielo. 'Menudo fiestón', dice alguien.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.