Al sexto cubata solía fantasear con: Cambiar su jotabé-cola por un acá-cuarentaysiete. Entrar en la pista central. Abrirse paso entre la multitud. - Entre los cavernícolas que se empujan como ciervos. - Entre las féminas de largas piernas y labios rojos. - Entre los perreadores con relleno en la bragueta. - Entre las bailongas escotadas y descocadas. - Entre... Y acribillar al personal, girando sobre sí mismo. Meterle una ráfaga en el pecho al DJ que se sube el cuello del polo. Ametrallar las rodillas del gorila sobrealimentado. Rajar el cuello del jefe de seguridad. Introducirle su pinganillo por el culo. Disparar contra los genitales de los buitres y los morros de las coquetas.
ETC.
No obstante, recapacitaba: ¡Amigo, nunca has disparado un arma! ¡No seas bobo! ¡El retroceso te partiría los dientes! ¡No seas retrógrado! ¡Sólo son animales en celo!
Así pues: Acababa desechando sus ensoñaciones (tan carentes de originalidad). Se acercaba a la barra. Y solicitaba la séptima copa.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.