Al sexto cubata solía fantasear con: Cambiar su jotabé-cola por un acá-cuarentaysiete. Entrar en la pista central. Abrirse paso entre la multitud. - Entre los cavernícolas que se empujan como ciervos. - Entre las féminas de largas piernas y labios rojos. - Entre los perreadores con relleno en la bragueta. - Entre las bailongas escotadas y descocadas. - Entre... Y acribillar al personal, girando sobre sí mismo. Meterle una ráfaga en el pecho al DJ que se sube el cuello del polo. Ametrallar las rodillas del gorila sobrealimentado. Rajar el cuello del jefe de seguridad. Introducirle su pinganillo por el culo. Disparar contra los genitales de los buitres y los morros de las coquetas.
ETC.
No obstante, recapacitaba: ¡Amigo, nunca has disparado un arma! ¡No seas bobo! ¡El retroceso te partiría los dientes! ¡No seas retrógrado! ¡Sólo son animales en celo!
Así pues: Acababa desechando sus ensoñaciones (tan carentes de originalidad). Se acercaba a la barra. Y solicitaba la séptima copa.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.