Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón. La muerte invade sus tallos, despacio. Los bordes de las hojas se resecan. Fotosintetizan un rato más, sin esperanza. Y continúan mirando por encima de la baranda. Más allá del asfalto taladrado. Más allá de los ladrillos mohosos. Más allá de los andamios, los carteles luminosos y las polvaredas que saturan su punto de vista. Y sueñan con los bosques violetas, donde aúllan los lobos y donde se recreaba aquel maravilloso adolescente de las Árdenas.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.