La chica de la larga cabellera de rizos tostados solía pasearse por las faldas del Montdúver. Ojos de pantera brillaban tras las chispeantes y kilométricas pestañas. Cogía impulso en las pendientes, ocultaba el sol con su melena y, grácilmente, aterrizaba sobre la blanca alfombra que viste la silueta del Mediterráneo. Se sacudía la arena con sensuales movimientos de oro... y millares de partículas giraban en todas las direcciones del Universo. Luego, clavaba su pícara mirada en quien quiera que fueses y, sonriendo, se zambullía en el añil y verde mar, con un sordo chapoteo. Y con cada una de sus brazadas del oleaje surgían centenares de mariposas. Y las mariposas eran de todos los colores del Universo.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.