Le gustaba sorber la leche con cacao en casa de sus yayos. Y saborear las pastas danesas, mordisquito a mordisquito.
También solía acariciar al perro, muy cerca de la entrepierna. Y enseñarle la cola al grito de '¡tuttifrutti!'.
Otras veces, el chavalín escarbaba en la parte de atrás del huerto. Disfrutaba sacándose los granitos de arena de debajo de las uñas. Utilizaba ramitas secas y hojas de pino. Con estas además empalaba lombrices y crías muertas de gorrión. (Cuando el viento mece los nidos, el trabajo se acumula).
No sabía quién fue Korsakow. Aunque escuchaba su Scheherezade Opus 35 en el viejo gramófono. Y daba lingotazos a la botella de anisete, cuando nadie lo veía.
En una ocasión, soñó que contemplaba una serpiente crucificada. ...
Ahora el niño está muerto. Terriblemente muerto. Apareció en el cuarto de baño. Metido en un hoyo. Bajo un puñado de losas azules cubiertas de moho. Y nadie sabe cómo ha llegado ahí. Ni por qué.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.