La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina. Con aquel descomunal cuchillo. La cabeza comenzó a brincar y rebrincar. La sangre se derramó en todas direcciones. Sobre las cortinas y el mantel, sobre las baldosas y el frigorífico, sobre el curso de relojero por fascículos.
Fue tal la impresión, que ninguno lo probó durante el banquete.
Mi yayo era un hombre bueno. '¿Por qué tengo que ser un criminal?', se lamentaba.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).