Estoy tumbado en el sofá. Ella, sentada en su sillón. Nuestras manos, enlazadas. Y en la tele, María Teresa Campos, Ana Obregón, y todo el equipo. Ella recuerda sus tiempos de novia. Me pregunta por la mía. Sonrío, y le acaricio los nudillos. Durante la mili, el yayo le enviaba cartas desde Barcelona. 'Solamente una vez por semana'. 'No son pocas', le digo. Su boca me sonríe. Sus ojos se humedecen. Nos apretamos las manos, muy fuerte. Ya le están entrando en calor.
Su tobillo derecho se ve amoratado. Tiene las venas hinchadas y la espinilla roja de sangre. Le beso la cara, mucho. Sabe a crema hidratante Nivea. Como siempre, desde que puedo recordar.
Salimos al jardín con papá. Yo manejo la silla de ruedas que tanto odia. Puta insuficiencia cardiaca. Ella ordena y manda. Hay que podar, trasplantar, regar, arrancar y barrer. Luciano se chotea. Los tres nos reímos, como bobos. También hay que arreglar la piscina. Y proporcionarle sol a la tomatera. Los tréboles proliferan. Y la silla dobla la esquina.
Ahora, un zumo de piña. Luego, tenemos que volver.
Y allí se queda Honorina. Recostada en su sillón. Latinavisión emitiendo. Y un par de tarteras en el frigorífico. 'Cerrad la verja, ¿eh?'. Más besos. Y la partida.
El día que sea ella la que se marche, la recordaré caminando. Y protestando. Y riendo. Y queriéndonos, pese a todo.
Sólo espero tener la oportunidad de besarla, al menos, mil veces antes de que eso ocurra. O un millón.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.