Nochebuena. El rey ya ha balbuceado su arenga. La familia se reúne en torno a una mesa invadida por vieiras gratinadas y langostinos. En las copas, el vino ecológico de tía M. En los cuerpos, sus efectos.
Con el transcurrir de los platos, la charla se vuelve picarona. Mi padre cuenta que, en más de una ocasión, escuchó a los suyos hacer el amor.
La yaya protesta. 'Es que el yayo era muy escandaloso'.
Papá aporta detalles. 'Me acuerdo de un día que estuvieron una hora, triqui triqui, triqui triqui, triqui triqui... Y yo, en la cama, mirando el reloj con cara de espanto'. Todos reímos. La yaya también, aunque se tapa la cara, avergonzada.
Cuando retira las manos ha rejuvenecido veinte años.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.