Me vacío con ojos borrosos. En el minúsculo cuarto de baño de hombres hay también una rubia despampanante. Treinta y pocos gloriosos años. Su pelo me roza la cara. 'Oye, estás tardando mucho, ¿no?'. Huele a cerveza, marihuana y sudor. Y vestigios de un sensual perfume. Respondo sin girarme. 'Están las cosas muy malas'. Su novio, calvo y fornido, observa desde la puerta. A medio paso de nosotros. Parece estar pasándolo bien, bien. '¡Qué joven y qué alto eres, macho!', me dice. Sonrío y me encojo de hombros. La rubia se asoma por encima de mi hombro, para ver cómo voy. Sus pezones se clavan en mi espalda a través del vestido. Me empalmaría si no estuviese tan borracho. Termino. Me lavo las manos. El novio de la rubia me mira como a un hijo. Como al sobrino predilecto. 'Tú vas a llegar lejos'. Vuelvo a sonreír, descoordinadamente. 'Eso espero'.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.