Con todas mis preguntas, todas las palabras nihilistas en mi cabeza, fui en busca de una respuesta, en busca del otro mundo que alcancé al cavar bajo tierra. Crucé piedras más solemnes que predicadores, traspasé raíces que pulsaban como venas en busca de algún animal de sabiduría, podría decirse, que en búsqueda de mi esposo (o sea, el que te saca adelante). Abajo. Abajo. Abajo. Allí encontré un ratón con árboles que crecían de su vientre. Era todo sabio. Era mi esposo. Pero estaba mudo. Hizo tres cosas. Expulsó una calabaza de agua. Entonces le pegué en la cabeza, suave, un golpe como una llamada. Luego expulsó una calabaza de cerveza. Llamé otra vez y por fin un plato de caldillo. Esas eran mis respuestas. Agua. Cerveza. Alimento. Pero no estuve satisfecha. Entonces el ratón lamió mi piel leprosa y tuve mi respuesta decisiva. El alma no quedó curada, estaba tan llena como un ropero de vestidos que no me venían. Agua. Cerveza. Caldillo. Tenía que ser suficiente. ¿Pues quién soy yo, esposo, para rehusar el poner nombre a los alimentos en una época de hambre?
Estaba cansada de ser mujer cansada de ollas y cucharas, cansada de mi boca y de mis senos, cansada de afeites y cansada de sedas. Aún había hombres sentados a mi mesa, en círculo ante el cáliz que yo les ofrecía. El cáliz rebosante de uvas moradas