A la orilla del arroyo, de Antonio de Trueba | Poema

    Poema en español
    A la orilla del arroyo

       I 


    Una mañana de mayo, 
    una mañana muy fresca, 
    entréme por estos valles, 
    entréme por estas vegas. 
    Cantaban los pajaritos. 
    olían las azucenas 
    eran azules los cielos 
    y claras las fuentes eran. 
    Junto a un arroyo más claro 
    que un espejo de Venecia, 
    hallara una pastorcica, 
    una pastorcica bella. 
    Azules eran sus ojos, 
    dorada su cabellera, 
    sus mejillas como rosas 
    y sus dientes como perlas. 
    Quince años no más tendría 
    y daba placer el verla, 
    lavándose las sus manos, 
    peinándose las sus trenzas. 



       II 


    -Pastorcica de mis ojos, 
    admirado la dijera-, 
    Dios te guarde por hermosa; 
    bien te lavas, bien te peinas. 
    Aquí te traigo estas flores 
    cogidas en las pradera; 
    sin ellas estás hermosa 
    y estaraslo más con ellas. 
    -No me placen, mancebico, 
    respondiome la doncella, 
    no me placen, que me bastan 
    las flores que Dios me diera. 
    -¿Quién te dice que las tienes? 
    ¿Quién te dice que eres bella? 
    -Me lo dicen los zagales 
    y las fuentes de estas vegas.– 
    Así habló la pastorcica 
    entre enojada y risueña, 
    lavándose las sus manos, 
    peinándose las sus trenzas. 



       III 


    -Si no te placen las flores, 
    vente conmigo siquiera, 
    y allá, bajo las encinas, 
    sentadicos en la yerba, 
    contarete muchos cuentos, 
    contarete cosas buenas. 
    -Pues eso menos me place, 
    porque el cura de la aldea 
    no quiere que con mancebos 
    vayan al campo doncellas.– 
    Tal dijo la pastorcica 
    y no pude convencerla 
    con estas y otras razones, 
    con estas y otras promesas. 
    Partime desconsolado, 
    y prorrumpiendo en querellas 
    lloré por la pastorcica 
    que sin darme otra respuesta, 
    siguió a orilla del arroyo 
    entre enojada y contenta, 
    lavándose las sus manos, 
    peinándose las sus trenzas. 



       IV 


    Fuime por aquellos valles, 
    fuime por aquellas vegas; 
    mas…¡mi corazón estaba 
    muriéndose de tristeza, 
    que odiosas me eran las flores 
    y odiosas las fuentes me eran. 
    Torné junto el arroyuelo 
    donde a la doncella viera…. 
    El arroyo encontré al punto, 
    ¡mas no encontré la doncella! 
    Pasaron días y días, 
    y hasta semanas enteras, 
    y yo no paso ninguna 
    sin que al arroyo no vuelva; 
    pero ¡ay!, que la pastorcica 
    mis ojos allí no encuentran, 
    lavándose las sus manos, 
    peinándose las sus trenzas.