De una casa a otra se enviaban saludos, las cintas de humo azul de los hogares y, con las filtraciones de las primeras luces, algunas nubes lentas.
Entre una casa y otra los silencios eran ruidos de platos, una flor esmaltada en unas tazas, el murmullo de las copas de vidrio.
Desde hace algunos años es un pueblo vacío, uno de esos lugares que ya no necesita del crepúsculo.
Los muros de las casas se han ido acostumbrando al desfallecimiento, a los rigores de las viejas moreras, de las parras silvestres. En medio de las plazas, al final de las calles, las sombras de las cosas permanecen inmóviles, nos hablan desde fuera del tiempo.
Ahora el cielo está quieto como un campo sin nada, como el hombre sentado que lo mira.
Como el que en la maleza busca aún las canciones perdidas de los niños, algunas nubes lentas para la intimidad, para el regreso.