Hay que estar ebrio siempre. Todo reside en eso: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe las espaldas, y nos hace inclinar hacia la tierra, hay que embriagarse sin descanso. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca, Pero embriáguense.
Y si a veces, sobre las gradas de un palacio, sobre la verde hierba de una zanja, en la soledad huraña de su cuarto, la ebriedad ya atenuada o desaparecida ustedes se despiertan pregunten al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, pregúntenle qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj, contestarán: ¡Es hora de embriagarse!
Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, ¡embriáguense, embriáguense sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca.
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas.
Hay fuertes perfumes para los que toda materia es porosa. Se diría que penetran el vaso. Al abrir un cofrecillo llegado del Oriente cuya cerradura rechina y se resiste chirriando,