Por cierto, ¿qué hace Dios de ese mar de anatemas que asciende día a día hasta sus serafines? Como un déspota ahíto de viandas y de vinos, al dulce son de nuestras blasfemias se adormece.
Las quejas de los mártires y de los torturados son una sinfonía embriagante sin duda, ya que, pese a la sangre que cuesta su deleite, ¡los cielos no parecen todavía saciados!
-¡Acuérdate, Jesús, de aquel Huerto de Olivos! Con suma sencillez oraste de rodillas a quien allá en su cielo reía de los clavos que unos viles verdugos hincaban en tus carnes,
cuando viste escupir en tu divinidad a la chusma del cuerpo de guardia y de cocina, y cuando tú sentiste penetrar las espinas en tu cabeza donde habitaban los hombres,
cuando aquel peso horrible de tu cuerpo quebrado estiraba tus brazos tensados, y tu sangre y tu sudor corrían por tu pálida frente, cuando fuiste mostrado como blanco ante todos,
¿recordabas los días tan brillantes y hermosos en que a cumplir la eterna promesa tú viniste, cuando a lomos de mansa borrica recorrías los caminos sembrados de flores y ramos,
cuando, henchido tu pecho de esperanza y valor, azotabas con fuerza a viles mercaderes, cuando fuiste maestro? ¿No caló en tu costado el arrepentimiento más hondo que la lanza?
-En cuanto a mí, es seguro que saldré satisfecho de un mundo en que la acción no es hermana del sueño; ¡ojalá mate a hierro y que a hierro perezca! San Pedro renegó de Jesús… ¡hizo bien!
Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas.
Hay fuertes perfumes para los que toda materia es porosa. Se diría que penetran el vaso. Al abrir un cofrecillo llegado del Oriente cuya cerradura rechina y se resiste chirriando,