Siendo muchacho dividí en partes iguales el tiempo
entre los bares y las bibliotecas; cómo me las arreglaba para proveerme de
mis otras necesidades es un puzzle; bueno, simplemente no
me preocupaba demasiado por eso-
si tenía un libro o un trago entonces no pensaba demasiado
en otras cosas- los tontos crean su propio
paraíso.
en los bares, pensaba que era rudo, quebraba cosas, peleaba
con otros hombres, etc...
en las bibliotecas era otra cosa: estaba callado, iba
de sala en sala, no leía tantos libros enteros
sino partes de ellos: medicina, geología, literatura y
filosofía. Psicología, matemáticas, historia, otras cosas me
aburrían. Con la música estaba más interesado en la música y en
la vida de los compositores que en los aspectos técnicos...
sin embargo, era con los filósofos con los que me sentía en hermandad:
Schopenhauer y Nietzsche, incluso aquel viejo difícil-de-leer Kant;
encontré que Santayana, bastante popular en aquella época,
cojeaba y era aburrido; con Hegel realmente tenías que escarbarlo, sobre todo
con una resaca; hay muchos de los que leí de los que me he olvidado,
quizás con buena razón, pero recuerdo un tipo que escribió un
libro entero en el que probaba que la luna no estaba allí
y tan bien lo hizo que después pensaba, está
absolutamente en lo cierto, la luna no está allí.
¿cómo cresta va un muchacho dignarse a trabajar
8 horas al día cuando la luna ni siquiera está allí?
¿qué otra cosa
estará faltando?
y no me gustaba la literatura tanto como los críticos
literarios; ellos sí que eran verdaderos aguijones, esos tipos usaban
un lenguaje refinado, hermoso a su manera, para llamar a otros
críticos, otros escritores, unos huevones. Me
subían el ánimo
peor eran los filósofos quienes satisfacían
esa necesidad
que acechaba en alguna parte de mi confuso cráneo: vadeando
por sus excesos y su
vocabulario cuajado
aún me asombraban
saltaban hacia mí
brincaban
con una llameante declaración lúdica que aparecía ser
una verdad absoluta o una puta casi
absoluta verdad,
y esta certeza era la que yo buscaba en una vida
diaria que más bien parecía un pedazo de
cartón.
qué grandes tipos eran esos viejos perros, me ayudaron a atravesar
esos días como navajas y noches llenas de ratas; y mujeres
regateando como martilleros del infierno.
mis hermanos, los filósofos, me hablaban como nadie
venido de las calles o alguna otra parte; llenaban
un inmenso vacío.
Qué buenos muchachos, ah, ¡qué buenos muchachos!
sí las bibliotecas ayudaron; en mi otro templo, los bares,
era otra cosa, más simplista, el
lenguaje y el camino era diferente...
días de bibliotecas, noches de bares.
las noches eran todas parecidas,
hay un tipo sentado cerca, quizás no de
mal aspecto, pero a mí no me parece bien,
hay una horrible muerte allí -pienso en mi padre,
en maestros de escuela, en caras, en las monedas y billetes; en sueños
de asesinos de ojos fríos; bueno,
de alguna forma este tipo y yo llegamos a cruzar miradas
una furia lentamente comienza a acumularse: somos enemigos,
gato y perro, cura y ateo, fuego y agua; la tensión crece,
bloque sobre bloque apilado, esperando el choque; nuestras manos
se abren y cierran, cada uno bebe, ahora, finalmente con un propósito:
su cara se torna hacia mí:
'¿alguna cosa te molesta?'
'sí. tú'
'¿quieres algo
para arreglarla?'
'seguro.'
terminamos nuestros tragos, no paramos, nos movemos hacia el
fondo del bar, afuera en el callejón; nos
damos vuelta, mirándonos cara a cara.
le digo, 'no hay más que aire entre nosotros. ¿algo
para cerrar el hueco?'
él se precipita hacia mí y de alguna forma es una parte de una parte de la parte.