Vivimos en la violencia verde, disfrazada, como tranquilos visitantes de un pueblo sujeto en el primer hervor del desafío; dignatarios sin plumas se pierden en las páginas; encomenderos, comerciantes, jueces, plenamente juiciosos, nos ahogan el juicio; por las veredas del país, las sombras son verdes y encendidas también, huelen a piedra, como nosotros, seres de ciudad, clandestinos merodeadores del presentimiento, porque con cada día que pasa, cada día, se agrega un rayo más al ambiente colmado, y hasta los chupamieles arden como pañuelos ofendidos. Nuestra profundidad es solitaria: cada quien con su duda y con su nombre buscando -a cualquier hora- algún predio baldío, y arriba el cielo intensamente impúdico, azul y negro y rojo, como si los papeles estuvieran cambiados, y la tormenta fuera tierra firme, la pradera del sol tan trillado y rendido. ¿Cómo se expresará toda esta fuerza acumulada y acumulándose hasta a través del estremecimiento de la pluma y del pulso con que escribo? Vamos hacia otra herencia, con el ruido social de símbolo, derrumbe y sal intacta: en esta contenida marea de penurias y de lujos vivimos.
Un hombre ha muerto. ¿Quién? No importa. Ha muerto. Ha muerto... ¿en qué lugar? Tampoco importa. ¡Tan sólo importa, pues, eso que corta la vida con su tajo amargo y cierto!
Vivimos en la violencia verde, disfrazada, como tranquilos visitantes de un pueblo sujeto en el primer hervor del desafío; dignatarios sin plumas se pierden en las páginas; encomenderos, comerciantes, jueces, plenamente juiciosos, nos ahogan el juicio;