Juárez-Loreto, de Efraín Huerta | Poema

    Poema en español
    Juárez-Loreto

    La del piernón bruto me rebasó por la derecha: 
    rozóme las regiones sagradas, me vio de arriba abajo 
    y se detuvo en el aire viciado: cielo sucio 
    de la Ruta 85, donde los ladrones 
    me conocen porque me roban, me pisotean 
    y me humillan: seguramente saben 
    que escribo versos: ¿Pero ella? ¿Por qué 
    me faulea, madruga, tumba, habita, bebe? 
    Tiene el pelo dorado de la madrugada 
    que empuña su arma y dispara sus violines. 
    Tiene un extraño follaje azul-morado 
    en unos ojos como faroles y aguardiente. 
    Es un jazmín angelical, maligno, 
    arrancado del zarzal en ruinas. 
    A los rateros los detesto con todo el corazón, 
    pero a ella, que debe llamarse Ría, Napoleona, 
    Bárbara o Letra Muerta o Cosa Quemada, 
    empiezo a amarla en la diagonal de Euler 
    y en la parada de Petrarca ya soy un horno 
    pálido de codicia, de sueños de poder, 
    porque como amante siempre he sido pan comido, 
    migaja llorona (Ay de mí, Llorona), y si ayer pasadas las diez 
    de la noche 
    fui el vivo retrato de la Novena Maravilla, 
    ahora sólo soy la sombra de una séptima colina desyerbada. 

    Alabados sean los ladrones, dice Hans Magnus. 
    Pues que lo sean: los veo hurtar carteras, relojes, orejas, 
    pies, nalgas iridiscentes, bolígrafos, anteojos, 
    y ella, que debe llamarse Escaldada, ni se inmuta. 
    Vuelve al roce, al foul, al descaro, 
    se alisa la dorada cabellera 
    (¡Coño, carajo, caballero, qué cabellera de oro!), 
    se marea, se hegeliza, se newtoniza, 
    y pasamos por donde Maimónides y Hesíodo 
    y pone todavía más cara de estúpida 
    cuando Alejandro Dumas, Poe y Molière y los cines cercanos! 
    Malditilla, malditita, putilla camionera, 
    vergüenza seas para las anchas avenidas 
    que son Horacio, Homero y, caray (aguas, aguas), Ejército Nacional. 
    Rozadora, pescadora en el río revuelto 
    de las horas febriles; ladrona de mi mala suerte, 
    abyecta cómplice del «dos de bastos», hembra de los flancos 
    como agua endemoniada; 
    cachondísima hasta la parada en seco 
    del autobús de la Muerte. 
    Alabada seas, bandida de mi lerda conmiseración. 
    Escorpiona te llamas, Cancerita, Cangreja, 
    amada hasta la terminal, hasta el infinito trasero 
    que me despertó imbecilizado en el boulevard 
    ¡Miguel de Cervantes Saavedra y demás clásicos! 
    Porque luego de tus acuciosos frotamientos 
    y que cada quien llegó a donde quiso llegar 
    (para eso estamos y vivimos en un país libre) 
    hube de regresar al lugar del crimen 
    (así llamo a mi arruinado departamento de Lope de Vega), 
    y pues me vine, sí, me vine lo más pronto posible 
    en medio de una estruendosa rechifla celestial. 

    Adoro tu nalga derecha, tu pantorilla izquierda, 
    tus muslos enteritos, lo adivinable y calientito, tus pechitos pachones 
    y tu indigno, antideportivo comportamiento. 
    Que te asalten, te roben, burlen, violen, 
    Nariz de Colibrí, Doncella Serpentina, 
    Suripantita de Oro, Cabellitos de Elote, 
    porque te amo y alabo desde lo alto de mi aguda marchitez. 

    Hoy debo dormir como un bendito 
    y despertar clamando en el desierto de la ciudad 
    donde el Juárez-Loreto que algún día compraré 
    me espera, como un palacio espera, adormilado, 
    a su viejo-príncipe-poeta 
                    soberbiamente idiota. 

    • La del piernón bruto me rebasó por la derecha: 
      rozóme las regiones sagradas, me vio de arriba abajo 
      y se detuvo en el aire viciado: cielo sucio 
      de la Ruta 85, donde los ladrones 
      me conocen porque me roban, me pisotean 
      y me humillan: seguramente saben 

    • Este lánguido caer en brazos de una desconocida, 
      esta brutal tarea de pisotear mariposas y sombras y cadáveres; 
      este pensarse árbol, botella o chorro de alcohol, 
      huella de pie dormido, navaja verde o negra; 
      este instante durísimo en que una muchacha grita,