Este cuerpo que Dios pone en mis brazos para enseñarme a andar por el olvido, no sé ni de quién es.
Al encontrarlo, un ángel negro, una gigante sombra, se me acercó a los ojos, y entró en ellos silencioso y tenaz igual que un río.
Todo lo destruyó con su corriente. Los íntimos lugares más ocultos visitó, alborotó; fue levantado, violento, dulce, atropellado y roto, a otro mundo en los bordes de mi beso: única flor aún viva en el espacio, que en más fecundo ardor cambió la ausencia. Luego en mi carne abrió sus amplias alas, clavándome sus plumas bajo el pecho todo temblor y anuncio de otras dudas...
No sé qué vida, así, podrá encenderme la entrada de este ángel. Soy un templo arruinado, desde que vino a mí: farol vacío; como puerta cerrada de lo eterno...
Y lo que fui no sé: quizás lo sepa, cuando este cuerpo vuelva a abandonarme y yo vuelva a nacer desde mis labios despegado al calor que los concibe...
Mas hoy, por fin, he detenido al día le he destrozado el corazón al tiempo, aunque dentro de mí como una daga, siento al ángel crecer, que me atormenta.
Sienta la soledad su pulso entre pinceles y el pensamiento enreda sus blandas serpentinas; cíñense los recuerdos sus plumajes de niebla y cúrvase el silencio maduro de armonía.