La violeta, de Enrique Gil y Carrasco | Poema

    Poema en español
    La violeta

    Flor deliciosa en la memoria mía, 
    ven mi triste laúd a coronar, 
    y volverán las trovas de alegría 
    en sus ecos tal vez a resonar. 

    Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas; 
    yo sobre ti no inclinaré mi sien, 
    de miedo, pura flor, que entonces pierdas 
    tu tesoro de olores y tu bien. 

    Yo, sin embargo, coroné mi frente 
    con tu gala en las tardes del abril, 
    yo te buscaba a orillas de la fuente, 
    yo te adoraba tímida y gentil. 

    Porque eras melancólica y perdida, 
    y era perdido y lúgubre mi amor, 
    y en ti miré el emblema de mi vida 
    y mi destino, solitaria flor. 

    Tú allí crecías olorosa y pura 
    con tus moradas hojas de pesar; 
    pasaba entre la yerba tu frescura 
    de la fuente al confuso murmurar. 

    Y pasaba mi amor desconocido, 
    de un arpa oscura al apagado son, 
    con frívolos cantares confundido 
    el himno de mi amante corazón. 

    Yo busqué la hermandad de la desdicha 
    en tu cáliz de aroma y soledad, 
    y a tu ventura asemejé mi dicha, 
    y a tu prisión mi antigua libertad. 

    ¡Cuántas meditaciones han pasado 
    por mi frente mirando tu arrebol! 
    ¡Cuántas veces mis ojos te han dejado 
    para volverse al moribundo sol! 

    ¡Qué de consuelos a mi pena diste 
    con tu calma y tu dulce lobreguez, 
    cuando la mente imaginaba triste 
    el negro porvenir de la vejez! 

    Yo me decía: «Buscaré en las flores 
    seres que escuchen mi infeliz cantar, 
    que mitiguen con bálsamos de olores 
    las ocultas heridas del pesar.» 

    Y me apartaba, al alumbrar la luna, 
    de ti, bañada en moribunda luz, 
    adormecida en tu vistosa cuna, 
    velada en tu aromático capuz. 

    Y una esperanza el corazón llevaba 
    pensando en tu sereno amanecer, 
    y otra vez en tu cáliz divisaba 
    perdidas ilusiones de placer. 
      
    Héme hoy aquí: ¡Cuán otros mis cantares! 
    ¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir! 
    Ya no hay flores que escuchen mis pesares, 
    ni soledad donde poder gemir. 

    Lo secó todo el soplo de mi aliento, 
    y naufragué con mi doliente amor; 
    lejos ya de la paz y del contento, 
    mírame aquí en el valle del dolor. 

    Era dulce mi pena y mi tristeza; 
    tal vez moraba una ilusión detrás: 
    mas la ilusión voló con su pureza; 
    mis ojos ¡ay! No la verán jamás. 

    Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero 
    vuelve al hogar que niño le acogió; 
    pero mis glorias recobrar no espero, 
    sólo a buscar la huesa vengo yo. 

    Vengo a buscar mi huesa solitaria 
    para dormir tranquilo junto a ti, 
    ya que escuchaste un día mi plegaria, 
    y un ser humano en tu corola vi. 

    Ven mi tumba a adornar, triste viola, 
    y embalsama mi oscura soledad; 
    sé de su pobre césped la aureola 
    con tu vaga y poética beldad. 

    Quizá al pasar la virgen de los valles, 
    enamorada y rica en juventud, 
    por las umbrosas y desiertas calles 
    do yacerá escondido mi ataúd, 

    Irá a cortar la humilde violeta 
    y la pondrá en su seno con dolor, 
    y llorando dirá: «¡Pobre poeta! 
    ¡Ya está callada el arpa del amor!»