Nunca nada de ellos te había conmovido, ni siquiera sus nombres. Recogías del suelo a veces una hoja desprendida a tu paso, la mirabas ausente con tosca indiferencia, segura de su verdor, que iba a responder con el silencio suyo a tus preguntas, ¿cuándo?
Debajo de sus copas pasó el amor contigo y aspiraste el perfume de su hospitalidad ensombrecida, mas no leíste nunca su caduca escritura, los trazos del reflejo inestable del sol en la sombra que era de tus sueños cobijo.
Ahora no responde, ahora te interroga: ¿desde dónde ha caído esta hoja amarilla sobre el papel en el que escribes?
Y mientras se deshace en tus manos su escuálido esqueleto, le contestas que has visto esta mañana al mirar a tu hijo -que de repente es alto, tan alto como ellos- la esbeltez de sus troncos, que en su vello incipiente hay restos de resina e intuyes en sus labios un sabor de raíces.
¿Lo recuerdas ahora? Ése era el mensaje perenne, de aquella escritura: en ti había un árbol, de su copa ha caído esta hoja amarilla. El árbol que ha brotado de la alfombra invisible de las horas de espera, aquél en el que añoras llegar a cobijarte, bajo la sombra tuya, junto al tronco soñado en cuyo cerne estaba escrito este poema.
Nunca nada de ellos te había conmovido, ni siquiera sus nombres. Recogías del suelo a veces una hoja desprendida a tu paso, la mirabas ausente con tosca indiferencia, segura de su verdor, que iba a responder