La mesa estaba alegre como nunca. Bebíamos el té: mamá reía recordando, entre otros, no sé qué antiguo chisme de familia, una de nuestras primas comentaba — recordando con gracia los. modales, de un testigo irritado — el incidente que presenció en la calle; los niños se empeñaban, chacoteando, en continuar el juego interrumpido, y los demás hablábamos de todas las cosas de que se habla con cariño. Estábamos así, contentos, cuando alguno te nombró, y el doloroso silencio que de pronto ahogó las risas, con pesadez de plomo
persistió largo rato. Lo recuerdo como si fuera ahora: nos quedamos mudos, fríos. Pasaban los minutos, pasaban y seguíamos callados. Nadie decía nada pero todos pensábamos lo mismo. Como siempre que la conmueve una emoción penosa, mamá disimulaba ingenuamente queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre! ¡Bien que la conocemos!... Las muchachas fingían ocuparse del vestido que una de ellas llevaba; los niños, asombrados de un silencio tan extraño, salían de la pieza. Y los demás seguíamos callados sin mirarnos siquiera.