Ofendo, como ofenden los cipreses. Soy el desanimador. Yo soy el que contagia con sus besos un vómito de silencios oscuros, una sangría de sombras. Ofendo, ofendo, amada.
He ofendido a mi madre y a mi padre con esta tristeza que ellos nunca buscaron, ni esperaban, ni merecían. Y voy a ofender a mi siglo con el frío y el nunca y el no de mis palabras.
Se ofenden ante mí las risas, como deben ofenderse los pájaros enfrente de una jaula. Ofendo como un rostro de naúfrago en el lago. Ofendo como un coágulo de sangre en una página.
Ofendo como ese camino que conduce al cementerio. Como la cera ofendo, amada. Como la cera, madre. Desanimo y ofendo, madre, como las flores que mienten en las lápidas.
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma