Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantando su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. El tiempo habrá labrado, paciente, tu fracaso mientras faltabas, mientras ibas ingenuamente por el mundo conservando como recuerdo lo que era destrucción subterránea, ruina.
Si la felicidad te la dio una mujer ahora habrá envejecido u olvidado y sólo sentirás asombro -el anticipo de las maldiciones. Si una taberna fue, habrá cambiado de dueño o de clientes y tu rincón se habrá ocupado con intrusos fantasmagóricos que con su ajeneidad, te empujan a la calle, al vacío. Si fue un barrio, hallarás entre los cambios del urbano progreso tu cadáver diseminado.
No debieras volver jamás a nada, a nadie, pues toda historia interrumpida tan sólo sobrevive para vengarse en la ilusión, clavarle su cuchillo desesperado, morir asesinando.
Mas sabes que la dicha es como un criminal que seduce a su victima que la reclama con atroz dulzura mientras esconde la mano homicida. Sabes que volverás, que te hallas condenado a regresar, humilde, donde fuiste feliz. Sabes que volverás porque la dicha consistió en marcarte con la nostalgia, convertirte la vida en cicatriz; y si has de ser leal, girarás errabundo alrededor del desastre entrañable como girase un perro ante la tumba de su dueño... su dueño... su dueño...
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma